En el autobús.
Es una sensación extraña, perdida por la rendija entre la
nostalgia y el pavor. Estas colinas exuberantes que ondulan a la vera de la autovía, los robles y abedules de invierno --esqueléticos pero a la vez
acogedores--... todos forman parte de una añoranza que agoniza en mis entrañas.
Inglaterra, con sus belleza verde y roncos grises es ahora un país de adioses
permanentes.
En palabras de Craig Colby Ewert, “no ha marchado del todo
mientras que una persona recuerde su nombre”.
Flor de luto.
El sol forzó entrada por la fina grieta entre las cortinas,
gateando por mi cuerpo y suavemente abriendo mis ojos con su calidez amante. Le
empujé a un lado con odio. Enterrando mi cabeza entre las almohadas esperaba
regresar a ese bello olvido vacío que me había rescatado del día anterior. Las
memorias pululaban como sabandijas.
No quedaba otra cosa que levantarse.
Días como éstos, tratas de no levantarte demasiado pronto,
pero independientemente de cuánto dormites por la mañana, te enfrentas a horas
interminables de sentarse, levantarse, manos en los bolsillos, deambulando sin
rumbo de un cuarto a otro, echando un vistazo a cada reloj que encuentres,
intentando mirar la hora sin que nadie más lo note.
No hay nada que decir.
La verdad, sigue sin haber nada que decir.
El sol intentaba desesperadamente traer esperanza a un
rincón oscuro de nuestras vidas. Manaba con fuerza por cada orificio posible.
Rodeó con sus cálidos rayos los dos niños silenciosos, el marido vacío.
Donde se alza imperiosa la chimenea, alrededor hay cientos
de jardines. Antes de volver al coche, con mi primo paseaba entre los rosales. En
uno de los jardines había un estanco cuya agua está cubierta de hojas de loto. En
su centro, sola y desamparada, una flor. Una flor de luto.
“Sueños de verano
desvaneciéndose…”
Los Jimmy Choos. El Iphone rosa. El bolso rosa. La sonrisa
llena de dientes que deletreaban la “a” en “patata”. La risa fuerte. El
incesante cotorreo por teléfono. El cantar sin parar, sobretodo canciones de
Grease, o algún show para el que estuvieran ensayando mis primos. La
palabra “fabuloso!” que nadie sabe decir igual. La cantidad de comida de
navidad que podía hacer desaparecer, como por arte de magia. Los hipopótamos. Y
más hipopótamos. Y, sí, MÁS hipopótamos. En todas partes, más antes del
nacimiento de mi primo, hipopótamos por todas partes. En una ocasión conté
más de 150, y al parecer había más en el ático esperando un nuevo hogar.
Era una persona comprensiva, de gran apoyo. Era divertida.
Feliz. Una persona que me enseñó a aprovechar cada oportunidad al máximo. La
persona que me enseñó el lado bueno de la vida mejor que nadie. Ahora que se ha
ido (demasiado joven), aún puedo ver un lado bueno. Ella no sufrió. Ella no se deterioró,
observando en vano como su cuerpo era degradado por enfermedad y edad. Ella no
eligió, y no hubiera elegido, morir ese día. Pero se fue mientras dormía. Mucha
gente daría todo cuanto estuviera en su poder de dar por marcharse en paz como
hizo ella. Saber esto hace que sea soportable. No es menos triste. Pero resulta
un poco menos injusto.
Te echaré, y te echo, de menos.