viernes, 11 de enero de 2013

La hora muerta.


Las tres es mala hora para el negocio. Mi única clienta leía, sin mover un músculo excepto para pasar las páginas y lanzar algún vistazo a la ventana. Por lo demás, la única acción en la cafetería debía desencadenarse a lo largo de las páginas de su libro. 

Su café era lo único que íbamos a cobrar antes de las cuatro pero aún así, me molestaba verla ahí ocupando mesa con su vaso dejado de lado. ¿Esperaba a alguien? Nadie venía. ¿Quién vendría? Yo desde luego no hubiera querido acudir a una cita con una mujer como ella. No era por su aspecto: fealdad no estaba entre sus cualidades. Era más bien la falta emoción en su rostro. O quizás realmente era una falta de cualidades. Me daba escalofríos; como si tuviera demasiado cerca un ángel de muerte.

Se abrió la puerta y entró mi compañera para empezar su turno. Saludó, pasó al baño a cambiarse y volvió unos minutos después. Aproveché la nueva presencia humana. –Pregúntala si quiere tomar algo más.

Mi compañera parpadeó y echó una ojeada por el bar. Yo pasaba un trapo por la barra, moviendo la suciedad de un lado a otro. Al notar que no hacía nada, añadí;  –La chica. En la ventana. Con el libro.

–¿Qué chica?

Miré para señalarla. No había ni chica, ni libro, ni vaso. Sólo un chirrido de frenos, un choque, y gritos en la calle.

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